Assalamu alaikum (La paz sea con ustedes)
La primera vez que oí hablar del Islam fue en la Universidad a principios de los 90. Fue en una clase sobre culturas y religiones del mundo donde me enteré de la historia del Profeta Muhammad, sallallahu allayhi wasallam (la paz y bendiciones de Allah sean con él), y de cómo el Noble Corán le había sido revelado en una caverna en Arabia. Ese día del mes de abril, me quedé pensando todo el resto de la jornada sobre el misterio de la revelación dada al profeta, sallallahu allayhi wasallam, un sencillo hombre de un país tan lejano.
La inquietud me persiguió muchas semanas y comencé a buscar en la biblioteca de la universidad, sin embargo, sólo encontraba definiciones enciclopédicas sobre el Islam, que no decían nada a mi corazón. En aquellos tiempos, Internet era un proyecto experimental y lo que no estaba en los libros, pues, no estaba a nuestro alcance. El tiempo y las distracciones propias de la vida estudiantil, silenciaron mi inquietud.
Nací en una familia católica y fui educada en un colegio de curas, donde jamás leí la Biblia y mi Fe estaba sostenida por un par de débiles creencias. Mi idea de Dios, era más cinematográfica que otra cosa, basada en conceptos donde se mezclaban Jesús y el milagro de los peces, las películas de romanos de semana santa, el conejo que pone huevos, Papá Noel y los renos.
Tengo que aclarar que creía pero no practicaba porque como sabemos, la Fe verdadera se comprende con la mente, se anida en el corazón y se expresa en obras. Mi práctica religiosa se resumía a no comer carne en viernes santo, hacer el pesebre en navidad, ir a misa una vez al mes, dormir la siesta durante el sermón y rezar desesperadamente al santo de mi preferencia cada vez que temía por un castigo de mis padres o no había estudiado para el examen. En esto, era como la mayoría de la gente.
Sin embargo, estaba convencida de la existencia de Dios. Yo advertía un orden en todas las cosas y ese orden a mi entender no podía ser obra de un par de casuales explosiones de materiales sólidos y gaseosos. Sabía que había un Dios pero no daba con la idea correcta acerca de su esencia: A veces era un abuelito con barba y sandalias, otra un viejo mal genio que tiraba rayos destructores sobre los humanos que pecaban, otra lo imaginaba como un burócrata sentado en un escritorio leyendo el historial de cada uno de nosotros y poniendo un sello de "aceptado" va al paraíso o "rechazado" se quema en el infierno, astagfirullah (pido perdón de Allah).
Ni siquiera en esta convicción fui firme porque llegada mi vida adulta y los conflictos que madurar trae consigo, llegué a pensar que Dios no existía, astagfirullah. En esa creencia me precipité a un vacío tremendo de conflictos, problemas, inseguridades que a su vez me llevaron a un pozo sin fondo de mayor vacío, conflicto e inseguridad. Mientras más confiaba en mi capacidad personal de entrar y salir de donde yo quisiera, más me hundía. Mi ego me tenía cautiva en la mentira, tan fácil de creer, que el ser humano lo puede todo por propia capacidad y poder. Que no hay orden ni principio sino el que la propia persona se impone a sí misma.
Mi vida se transformó en una rueda que se había salido del eje; daba vueltas y vueltas sin pausa ni motivo y encima conmigo atrapada adentro. En ese camino, perdí amigos, lastimé a personas que me estimaban, decepcioné a quienes tenían esperanza en mí. Perdí mis talentos, perdí la confianza de mis seres queridos, perdí mi amor por mí misma, perdí el rumbo de mi vida y ya no tenía metas espirituales.
Y así, en ese girar sin rumbo, me encontré un día en un país extranjero, sin dinero, sin casa, sin familia, sin comida, sin ayuda, una noche de mayo a -4 grados bajo cero, sin saber qué hacer con mi vida. Me quede ahí, sentada toda la noche en una estación de tren, pensando, tratando de saber, no con la mente sino con el corazón. Y nuevamente, como antes, me di cuenta de que había un orden, un propósito, que mis acciones motivadas por la creencia de que yo podía controlarlo todo me habían llevado a ese mal momento presente y que a pesar de todo, yo aún estaba viva, entera, sana, miserable pero con mi dignidad intacta y eso no era en absoluto obra mía... Tenía que haber un Dios... Y ese Dios me había dando talento, familia, amigos, me había bendecido con una vida buena, con la posibilidad de una carrera de la cual me había graduado con honores... Si yo estaba casi en la basura, no era obra de Dios, era obra mía.
Y desde ese día, creí de nuevo en Dios y esta vez nada ni nadie podría hacerme cambiar de idea. Y decidí ir más lejos y buscar el camino correcto hacia Él. Comencé a investigar todas las propuestas religiosas que conocía, volví al catolicismo por un tiempo para aprender de verdad sobre eso y mientras tanto leía y preguntaba, analizaba, pensaba sobre otras religiones, como los mormones o los testigos de Jehová, dentro y fuera del cristianismo. Decidí convertirme solo cuando mi corazón y mi espíritu sintieran que estaba ante el camino correcto.
Así, pasó el tiempo y un día, estando en la ciudad de Cusco, Perú, donde vivía por razones de trabajo, llegué a sentirme muy angustiada y confundida. Me di cuenta que hasta ese momento si bien mis esfuerzos por obtener conocimiento sobre Dios eran loables, los había restringido solo al saber material o sea, el intelecto. No había dejado a hablar a mi corazón ni intentado saber con mi corazón. El Intelecto es limitado y hay realidades que están fuera de su entendimiento. Dios es una de ellas.
Esa noche, fui honesta con Dios. Cerré mis ojos y dije: "Tú me has visto, no hay nada que yo te pueda ocultar, sabes que te he buscado sinceramente, que te he olvidado y que estoy haciendo todo lo posible por volver a Ti, mi mente ya tiene mucho conocimiento pero mi alma sigue inquieta. Envíame a alguien a hablarme de ti, alguien que me traiga la verdad".
Al día siguiente, en esa ciudad de 500.000 habitantes, a 3600 metros de alturas, muy católica, llena de iglesias y santos patronos en cada barrio, donde no hay mezquitas, conocí a un musulmán. Un musulmán que estaba de paso y que me habló de Allah subhana wa ta’ala (Glorificado y Exaltado sea). De los millones de turistas que esa ciudad recibe cada año, Allah quiso que yo coincidiera en un taxi con uno en especial. Y ese turista era musulmán. Sólo la misericordia de Allah pudo hacer posible ese encuentro.
A través de él me reencontré con el Islam, y comencé a saber con mi corazón. Comencé a estudiar y a aprender con mi corazón. Y sobre todo, comencé a dejar mi vida en manos de Allah, a creer en Su conocimiento, Su palabra, Su justicia.
Pude perdonar a quienes me habían lastimado y también me perdoné a mi misma por el dolor que me había causado. Comprendí que todo en nuestra vida ya es conocido por Allah incluso antes que suceda, por lo tanto no hay nada vivido o perdido que no deba ser. No hay razón para temer.
Allah ha puesto gente maravillosa en mi camino, para ayudarme a saber mejor. Ha puesto las dificultades y dudas para empujarme a aprender más. Me ha permitido analizar mi vida pasada y agradecer cada minuto vivido en ella por su infinita Gracia. Este ramadan, en agosto 21 del 2010, finalmente hice mi Shahadah (testificación de fe) que no es otra cosa que manifestar mi conciencia de haber regresado al camino espiritual verdadero y testimoniar lo que mi corazón siempre supo: Que no hay más Dios que Allah y que Muhammed es su Profeta.
Su hermana Nasreen Amina